jueves, 24 de febrero de 2011

México merece toda la solidaridad de América Latina pues es víctima de la hipocresía del narcosistema universal: Eduardo Galeano

A nombre propio y de muchos sureños que jamás olvidarán a México como el país de su exilio, refugio de perseguidos en los años de mugre y miedo de nuestras dictaduras militares, Eduardo Galeano agradeció a México y reconoció que el país merece toda la solidaridad de América Latina, “ahora que esta tierra entrañable está siendo víctima de la hipocresía del narcosistema universal, donde unos ponen la nariz y otros ponen los muertos, y unos declaran la guerra y otros reciben los tiros”.

Se sintió preocupado porque en estas horas duras, México está también recibiendo amenazas del gran hermano del norte que parece que quiere venir a salvar a este país de la violencia y del caos y eso corresponde a la tradición mesiánica del hermano del norte que a lo largo de casi toda su vida independiente se ha consagrado esa tarea —al parecer encomendada por Dios— de salvar a los países que necesitan su ayuda.

Y me parece muy peligroso porque la experiencia que ha hecho esa ayuda ha sembrado el mundo de dictaduras militares, esa ayuda ha convertido a Irak en un manicómio, y está convirtiendo a Afganistán en un vasto cementerio. Ayer no más, charlando en la tele con una amiga mexicana que es todo un símbolo de la independencia ya que de la independencia se trata, Carmen Aristegui, símbolo de la independencia, y yo le decía a Carmen que a mí me parecen peligrosos todos los mesianismos tengan el color político que tengan y provengan de la religión de donde provengan. Que el único mesianismo que no me parece peligroso es el mesianismo de Lionel Messi, el mejor jugador de fútbol del mundo.

El gobierno local entregó al uruguayo la Medalla 1808 del Bicentenario de la Independencia y un diploma honorífico a lo que el escritor se reconoció honrado por venir de quien viene, pues la ciudad de México, dijo, está a la vanguardia en la lucha por los derechos humanos, con un amplio abanico que va desde la diversidad sexual hasta el derecho a respirar, que ya parecía perdido.

Crítico de la opresión, luchador contra la injusticia y poético —como es su pensamiento— Galeano se sintió honrado por recibir esta ofrenda, dijo, “porque mucho tiene de desafío pues en nuestros países la independencia plena es todavía, en gran medida, una tarea por hacer, que nos convoca cada día”.

El autor de Las venas abiertas de América Latina, Memoria del Fuego y El fútbol a sol y sombra, retomó el tema del narcotráfico, las revueltas en los países árabes y las independencias inconclusas de América Latina y aseguró que “todas nuestras naciones nacieron mentidas. La independencia renegó de quienes, peleando por ella, se habían jugado la vida, y las mujeres, los analfabetos, los pobres, los indios y los negros no fueron invitados a la fiesta.

Eduardo Galeano recordó a Carlos Lenkersdorf y Carlos Monsivais, amigos muy queridos que ya no están, pero siguen estando. También rememoró a grandes luchadores sociales, escritores y pensadores, como Antonio Nariño, Simón Rodríguez y Emiliano Zapata, de los cuales dijo —en una conferencia previa a la entrega del premio, con periodistas— no forma parte, pues él sólo es un “sentipensante”.

Hizo mención de aquellos que se han revelado contra los gobiernos, las dictaduras e incluso de las revoluciones, eh aquí el resto del discurso de uno de los más prolíficos escritores de América Latina.

En Bogotá, Antonio Nariño advertía que el alzamiento patriótico se estaba convirtiendo en baile de máscaras, y que la independencia estaba en manos de caballeros de mucho almidón y mucho botón, y escribía: Hemos mudado de amos.

Y el chileno Santiago Arcos comprobaba, desde la cárcel: -Los pobres han gozado de la gloriosa independencia tanto como los caballos que en Chacabuco y Maipú cargaron contra las tropas del rey.

Uno de los momentos más emotivos se dio cuando reconoció que en América Latina “todas nuestras naciones nacieron mentidas. La independencia renegó de quienes, peleando por ella, se habían jugado la vida; y las mujeres, los analfabetos, los pobres, los indios y los negros no fueron invitados a la fiesta. Aconsejo echar un vistazo a nuestras primeras Constituciones, que dieron prestigio legal a esa mutilación. Las Cartas Magnas otorgaron el derecho de ciudadanía a los pocos que podían comprarlo. Los demás, y las demás, siguieron siendo invisibles.

Y bien sabemos que aquí, al norte, las cosas no eran mucho mejores porque la primera Constitución de los Estados Unidos estableció que un negro equivaldría a las tres quintas partes de una persona. Menos mal que después la cambiaron porque si no Obama no podría ser presidente, porque ningún país puede estar dirigido por las tres quintas partes de una persona. Creo, no sé, tengo la impresión.

Voy a hablar ahora de un personaje entrañable para mí, poco conocido, desconocido en esta región del mundo, la nuestra, donde las estatuas que faltan son casi tantas como las estatuas que sobran.

Simón Rodríguez tenía fama de loco, y así lo llamaban: El loco. Decía locuras, como éstas: -Somos independientes, pero no somos libres. La sabiduría de Europa y la prosperidad de los Estados Unidos son, en nuestra América, dos enemigos de la libertad de pensar. Nuestra América no debe imitar servilmente, sino ser original.

Y también: -Enseñemos a los niños a ser preguntones, para que se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos. Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.

Don Simón decía locuras, y hacía locuras. Allá por mil ochocientos veinte y pico, sus escuelas mezclaban a los niños y a las niñas, por eso en Cochabamba denunciaban que era un corruptor, que venía a corromper a la juventud, mezclaban a los niños y a las niñas a los pobres y a los ricos, a los indios y a los blancos, y también unían la cabeza y las manos, porque enseñaban a leer y a sumar y también a trabajar la madera y la tierra. En sus aulas no se escuchaban los latines de sacristía y se desafiaba la tradición del desprecio por el trabajo manual. Poco duró la experiencia. Un clamor de indignadas voces exigía la expulsión y el mariscal Sucre, presidente del país que ahora llamamos Bolivia, le exigió la renuncia.

A partir de entonces, anduvo a lomo de mula fundando escuelas y formulando preguntas insoportables a los nuevos dueños del poder: -Ustedes, que imitan todo lo que viene de Europa y de los Estados Unidos, ¿por qué no les imitan la originalidad, que es lo más importante?

Este viejo vagabundo, calvo y feo y barrigón, el más audaz y el más querible de los pensadores de América, estaba cada día más solo, y solo murió.
A los ochenta años, escribió: -Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno para mí.

Simón Rodríguez fue un perdedor. Según la escala de valores de este mundo que sacraliza el éxito y no perdona el fracaso, los hombres como él no merecen memoria.

Pero, ¿acaso no está vivo don Simón en la energía de dignidad que hoy recorre nuestra América de norte a sur? ¿Cuántos hablan por su boca, aunque no lo sepan, como hablaba en prosa aquel personaje de Molière que no sabía que hablaba en prosa?

¿Acaso don Simón no nos sigue enseñando, un siglo y medio después de su muerte, que la independencia es otro nombre de la dignidad? Es verdad que todavía pesa, y mucho, la herencia colonial, que aplaude la copia y maldice la creación y admira, como denunciaba don Simón, las virtudes del mono y del papagayo.

Pero también es verdad que son cada vez más los jóvenes que sienten que el miedo es una cárcel humillante y aburrida, y libremente se atreven a pensar con sus propias cabezas, sentir con sus propios corazones y caminar con sus propias piernas.

Yo no creo en Dios, pero sí creo en el humano milagro de la resurrección. Porque quizás se equivocaban aquellos dolientes que se negaban a creer en la muerte de Emiliano Zapata, y creían que se había marchado a Arabia en un caballo blanco, pero sólo se equivocaban en el mapa. Porque a la vista está que Zapata sigue vivo, aunque no tan lejos, no en las arenas de Oriente: él anda cabalgando por aquí, aquí cerquita nomás, queriendo justicia y haciéndola.
Y fíjense ustedes lo que ha ocurrido con otro perdedor, José Artigas, el hombre que hizo la primera reforma agraria de América, antes que Lincoln y antes que Zapata.

Hace casi dos siglos, él fue vencido y condenado a la soledad y al exilio. En años recientes, la dictadura militar del Uruguay le erigió un ampuloso mausoleo, queriendo encerrarlo en cárcel de mármol. Pero cuando la dictadura intentó decorar el monumento con algunas de sus frases, no encontró ninguna que no fuera subversiva. Ahora el mausoleo tiene fechas y nombres de batallas, pero no tiene ninguna frase. Involuntario homenaje, involuntaria confesión: Artigas no es mudo, Artigas sigue siendo peligroso.

Cosa curiosa: con tantos vivos que hablan sin decir, en nuestras tierras hay muertos que dicen callando. Bienaventurados sean los perdedores, porque ellos cometieron la insolencia de amar a su tierra, y por ella se jugaron la vida. Pero está visto que el patriotismo es el honorable privilegio de los países dominantes: sólo los que mandan tienen el derecho de ser patriotas.

En cambio los países dominados, condenados a obediencia perpetua, no pueden ejercer el patriotismo, so pena de ser llamados populistas, demagogos, delirantes: nuestro patriotismo se considera una peste, peste peligrosa, y los amos del mundo, que nos toman examen de Democracia, tienen la mala costumbre de conjurar esta amenaza a sangre y fuego.

Bienaventurados sean los perdedores, porque ellos se negaron a repetir la historia y quisieron cambiarla. Bienaventurados sean los perdedores, y malditos sean quienes confunden el mundo con una pista de carreras y lanzados a las cumbres del éxito trepan lamiendo hacia arriba y escupiendo hacia abajo. Bienaventurados sean los indignados, y malditos sean los indignos.

Maldita sea la exitosa dictadura del miedo, que nos obliga a creer que la realidad es intocable y que la solidaridad es una enfermedad mortal, porque el prójimo es siempre una amenaza y nunca una promesa. Bienaventurado sea el abrazo, y maldito sea el codazo.

Sí, pero… Cuántos perdedores, ¿no? Cuando algún periodista me pregunta si soy optimista, yo contesto, sinceramente:-A veces. Depende de la hora.

Siempre me parecieron más bien inhumanos los optimistas full time. Creo que el desaliento es un derecho humano, y de algún modo es también la prueba de que somos humanos, porque no sufriríamos el desaliento si no tuviéramos aliento.

Hay que reconocer que no es muy alentadora la realidad, que tiene la jodida costumbre de recompensar a los exprimidores del prójimo y a los exterminadores de la tierra, el agua y el aire. Y en cambio, las más apasionantes aventuras de transformación de la realidad suelen quedarse a mitad de camino, o se extravían y se pierden, y muchas veces terminan mal.

Hay que reconocerlo, digo, pero también cabe preguntar: Cuando esas lindas experiencias colectivas terminan mal, ¿de veras terminan? ¿No hay nada que hacer, sólo nos queda resignarnos y aceptar el mundo tal cual es, como si fuera destino? Hace pocos años, se puso de moda la teoría del fin de la historia. Más de uno se tragó ese sapo, a pesar de que el sentido común nos demuestra, con poderosa sencillez, que la historia nace de nuevo cada mañana.

Lo mejor de este asunto de vivir, está en la capacidad de sorpresa que la vida tiene. ¿Quién podía presentir que los países árabes iban a vivir este huracán de libertad que están ahora viviendo? ¿Quién iba a creer que la plaza de Tahrir iba a dar al mundo esta lección de democracia? ¿Quién iba a creer lo que ahora puede creer ese muchachito plantado en la plaza durante días y noches, cuando dice: “Nadie nos va a mentir nunca más, que nadie nos mienta nunca más”?

Al fin y al cabo, cuando la historia dice adiós, o eso parece decir, ella nos está diciendo, o al menos murmurando: hasta luego, hasta lueguito, nos estamos viendo.

Y yo me despido de ustedes, ahora, que ya es hora, como la historia me enseñó, diciéndoles gracias, diciéndoles: hasta luego, hasta lueguito, nos estamos viendo.
Por Nery Anaya
Fotografía por Alejandro Amezcua.

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